Esta semana Cecy del blog Deshojando Relatos nos propone un juego. Abrir un libro, cerrar los ojos, apoyar el dedo en una de las hojas, y escribir un relato incluyendo la frase que señale el dedo.
He escogido la novela de García Márquez “El amor en los tiempos del cólera”. Mi dedo ha indicado lo escrito en cursiva en el relato.
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Los más ancianos del lugar contaban que "En verano, un polvo invisible, áspero como de tiza al rojo vivo, se metía por los resquicios de la imaginación, alborotado por unos vientos locos que destechaban casas y se llevaban a los niños".
Esto sucedió en el mes de julio. Yo tenía poco más de tres años y mi hermano, que aún no caminaba, estaba con dolor de oídos y más llorón que de costumbre. Lo mejor era irme a la casa de mi abuela que estaba justo al lado de la nuestra y así alejarme de sus llantos.
La abuela acababa de recoger la cocina y me animó a dormir la siesta para de paso descansar ella también, pero de niña yo prefería dedicar el tiempo a otros menesteres, de modo que se conformó con recostarse en la mecedora, mientras yo pintaba en la parte trasera de un viejo calendario, garabatos que pretendían ser bosques de chumberas con mis lápices de colores.
La digestión y el calor combinaron esfuerzos y la abuela en menos de diez minutos quedó profundamente dormida .
El silencio denso de la casa, apenas roto por el reloj de la chimenea se hizo pesado. No quise volver a mi casa y acabar envuelta en los lamentos de mi hermano, así que salí sin hacer mucho ruido y me encaminé a las “casas de arriba” donde vivía la tía de mi madre. Nosotros vivíamos en las “casas de abajo”. A los dos grupos de viviendas los separan menos de cien metros de distancia, los cuales se convirtieron en mi terreno de juegos favorito desde que di mis primeros pasos.
A medio camino se despertó el Lebeche levantando a su paso remolinos de brozas y tierra. Mis escasos catorce kilos de niña se salían sin remedio fuera del camino, convirtiendo el hecho de caminar en una complicada tarea. Ese día supe literalmente lo que es morder el polvo.
La prima Anabel, que tenía la máquina de coser pegada a la ventana de su cuarto por fortuna me vio luchando contra el vil elemento y salió a rescatarme.
-Mira como vas- refunfuñó la tía al ver mi cabeza y mi vestido blanco de batista, llenos de briznas de hierbas secas y polvo rojo terracota. -Dale un baño y ponle algo de tu hermano- propuso mirando a Anabel.
No era la primera vez que yo aparecía a la hora de la siesta en la casa de la tía, con lo cual no se extrañaron de verme, como tampoco lo harían en la mía de no hacerlo. Tras una ducha rápida, me vistió con una camiseta de tirantes del primo Pepe que hizo las veces de vestido, me llevó en brazos a su habitación y me dejó caer en su cama. Las emociones vividas para evitar que el viento me llevase volando, la ducha y el ronquido de la máquina de coser consiguieron algo muy poco habitual. Me quedé dormida.
Al despertar, el Lebeche se había calmado, mi ropa descansaba limpia en una silla y sobre la cama, otro vestido de color azul celeste con estampado de margaritas esperaba ser estrenado. Anabel lo confeccionó con un retal de algodón durante mi siesta.
De regreso a casa mostré con orgullo mi vestido nuevo. Años más tarde me pregunté alguna vez, cuánto tiempo habrían tardado en darse cuenta de mi ausencia de ser cierto lo que se decía de los vientos de verano.