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lunes, 23 de octubre de 2023

El chico de la piscina 2/3


Verano de 1980

La vida transcurría de manera sencilla. Cumplía con las tareas impuestas para ayudar en casa por las mañanas y por las tardes, con mis amigas íbamos a la piscina, al cine, o nos juntábamos para merendar y contarnos las últimas novedades que hubiese en nuestras vidas.  

Por entonces ya me había sacado el carnet de conducir y algunas tardes me acercaba con el coche hasta el pueblo de San Félix. Aparcaba en el puerto y me iba caminando a lo largo del rompeolas hasta la punta.  Allí me sentaba en una de las rocas y dejaba que el aire salino me dictara las historias que unas veces escribía y otras sólo imaginaba. En alguna ocasión lancé mensajes en botellas, que el mar estrellaba contra las rocas la mayor parte de las veces y las que no, quién sabe a dónde fueron.   

Por ese tiempo, el muchacho en quien debería pensar estaba haciendo el servicio militar, pero el destino, caprichoso la mayor parte del tiempo, actúa sin permiso y maneja los hilos a su mero antojo. Cierto es que existe el libre albedrío, aunque no siempre es todo tan sencillo.


Era un viernes por la tarde. Fui al supermercado a comprar una nueva libreta donde recoger mis desvaríos literarios y en la cola de la caja, en el momento de pagar alguien me habló. Era un familiar de Miguel, mi chico de la piscina, del que hacía dos años no había vuelto a saber nada.


- ¡Cuánto tiempo sin verte! Me dijo.

- ¡Ya lo creo! ¿Cómo estáis todos?


Sin esperar respuesta me ofrecí a llevarle en coche. Al llegar a su casa, le ayudé a bajar la compra y exclamó:


     -  ¡Entra! Que a  lo mejor alguien se alegrará de verte.


Había un chico que en poco tiempo volvería de cumplir el servicio militar; no obstante, las ganas de ver a Miguel pudieron más que mi voluntad y entré en la casa. Recuerdo la cálida bienvenida de su madre, su sonrisa, la complicidad de su hermana... Miguel no estaba en ese instante, aunque no tardó en llegar.  


Al entrar se quedó mudo. No esperaba verme allí frente a su madre.  Me saludó con un hilo de voz apenas perceptible, ensordecido quizás por el latir de mi propio corazón. Me propuso ir a tomar algo y con la misma celeridad que subí a los autos de choque en el verano de mis dieciséis años, acepté la invitación. Las ganas de estar con él, aunque fuese el rato de un refresco, nuevamente pudieron más que cualquier otro argumento. 


Por entonces, en el pueblo se organizaban bailes al aire libre los sábados por la noche. Y quedamos en vernos allí. Yo me hacía la valiente sacándolo a bailar, aunque por dentro me estuviera quebrando como las hojas secas. No sé que tema sonaba. Probablemente fuese The power of Love cantado por Jennifer Rush. Era el de moda en esos años.
El caso es que al posar sus manos en mi cintura, mi nivel de adrenalina aumentó al instante.

Convencida de que esas cosas se veían, como el color de mi cara al sospechar que me miraba;  no dije nada.  Estando con él sentía algo fuerte, amenazante y nuevo.  Ahora sé decir qué es, pero entonces, siendo casi una niña, condicionada en buena parte por la educación estricta que me dieron, no acerté a ponerle nombre.


Hubo más sábados de bailes lentos, más cosquillas internas, más taquicardia y más temblores, que ni Miguel percibió, ni yo le supe expresar. Hoy en día, a los dieciocho años las chicas son diferentes, saben de todo, maduran antes, pero entonces, al menos yo, me vi frente a un tren de mercancías sin control, totalmente desarmada.  


El servicio militar terminaba y en la encrucijada de lo que pudo ser el inicio de una vida totalmente distinta;  tomé la vía más fácil, la más cobarde, la de salir corriendo. Y también la más difícil. La peor de todas.  Le dije a Miguel que tenía otro novio, inventé que me iba a casar y seguramente alguna mentira más que no recuerdo. Para apartarlo de mí y evitar así la desazón interna que sentía teniéndolo cerca.  Él tampoco me dio a entender nada. Era un buen chico; reservado, prudente, y tan tímido como lo fui yo. Encajó la "bofetada", respetó lo de "mi boda" y me dejó marchar.


Al final no me casé, aquello no hubiera funcionado. Y menos con alguien que no me removía los cimientos de aquel modo. ¿Por qué no le fui a buscar?  Después de apartarlo de mí de esa forma, seguro que habría roto mi foto y me habría borrado de su recuerdo.  Fui cobarde. No me atreví.



2/3

2 comentarios:

  1. Eran otras tiempos y se actuaba de distinta manera que ahora.

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    Respuestas
    1. En este caso de manera bastante inmadura. Si entonces se hubiera sabido lo que se sabe ahora...

      Gracias por pasarte, María. A veces pienso que eres la única persona que me lee.
      Feliz martes, bonica.

      Eliminar

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