A orillas del rio Tarn

Como Petra, Jaipur o la vecina Toulouse… cuándo al color de sus piedras se añade rojo sangre de los viñedos que lo circundan, el pequeño pueblo donde vivo, también se viste de color rosa.

A veces, cuando me canso de la tranquilidad de mi árbol, me aventuro por sus estrechas calles cargadas de magia y secretos.

Como la calle que muere en el puerto que ya no es tal, pero que fue testigo del esplendor conocido en tiempos de castillos y caballeros con armadura.

A orillas del río Tarn, donde se encuentra mi casa, hay un pequeño lago al que suelo ir a pasear. Siempre le he contado mis cosas y con el tiempo, también he aprendido a escucharlo. A veces me relata historias de misterio, cuando la bruma que lo cubre algunas mañanas, convierte a los patos en pequeños espíritus del agua, espectrales y silenciosos. También me cuenta historias de amor; de Romeos y Julietas con cazadoras de cuero, que apoyados en la moto dibujan corazones en los troncos de los árboles.

En invierno… la hierba cruje entumecida por la escarcha y el lago se convierte en un gran ojo congelado de iris verde. Mira sin pestañear hacia un cielo lechoso y permanece con su mirada inalterable, casi muerta… Todo parece dormirse hasta la primavera, cuando la tibieza del sol lentamente lo revive embebiendo el gran ojo de agua y de vida. Los párpados de la orilla se maquillan de amarillo con el color de los lirios y en el camino, como salidos de un cuento, puedes cruzarte con las crías de pato que siguen apresurados a su madre, -¡Deprisa , deprisa, a ver quien llega primero!- iniciando así, su primera singladura sobre el agua como barquitos inestables de cáscara de nuez.

En verano los alrededores del lago, son una mezcolanza de formas y colores. El parque infantil se llena de risas y el puesto de los helados se convierte en el punto de visita obligada de cualquier niño. Sobre el agua navegan pequeñas réplicas de barcos famosos como La Reina de África, o el Queen Mary… y en las orillas siempre hay alguien que pinta o hace fotos, se sienta en un banco y lee, o simplemente pasea y mira como hago yo.

En otoño, los chopos de la orilla del lago adquieren un imposible color dorado, convirtiéndolo en un marco de belleza casi insultante. A últimas horas de la tarde, no podría decir qué provoca los destellos del agua, si los rayos del sol, o el oro de las hojas que se miran en ella. Y más tarde, cuando éstas se desprenden y quedan flotando en la superficie, se diría un anárquico mosaico de cientos de trocitos de espejo.

Es cuando más disfruto de sus colores, y por qué no decirlo, también de sus sabores. Encinas, avellanos y el nogal de algún vecino, abastecen sin reservas mi despensa;  pero de cualquier manera, siempre es agradable pasear por el lago y sus alrededores.