Ella y yo

   Temerosa tal vez por encontrar algún signo que delate la edad que aún no aparenta, cada mañana se mira en el espejo con recelo. Bosteza… se rasca la cabeza y en un intento de arreglar el caótico desorden provocado por la almohada en sus cabellos, introduce los dedos entre ellos y procura acomodarlos. Pero incluso recién levantada, con la cara marcada por los pliegues de las sábanas y despeinada, la veo guapa.

   Ansioso espero que cumpla con el ceremonioso ritual que da inicio a su jornada. Sin romper unas reglas que nunca han sido escritas, primero se quita el pantalón del pijama, seguidamente la chaqueta, luego abre el grifo de la ducha y con la mano dibuja cabriolas bajo los hilos del agua dejándolos caer. Cuando ésta le indica que la temperatura es idónea, se coloca desnuda bajo la simulada lluvia caliente y se entrega a ese placer matinal del que muy pocos somos testigos.

   El efímero, pero intenso disfrute que me proporciona ver la espuma resbalando por su cuerpo, sólo es comparable al que más tarde procurará el contacto de su piel sobre la mía; cuando en ese momento único y especial para mi, me busca a tientas para que la envuelva con mis brazos.

En ocasiones huele a canela y mandarina, otras a manzanilla o té verde pero siempre es una delicia invertir hasta la última de mis fibras, en absorber la fragante humedad que reposa en su piel. Henchido de gozo, me siento el ser más privilegiado del mundo, cuando antes de vestirse me deja pegado a su cuerpo mientras masajea sus piernas con aceite de coco o vainilla.

   Sé que un día no demasiado lejano, cuando esté deshilachado y viejo, me cambiará por otro albornoz de rizo más esponjoso, pero todavía es mi abrazo el que solicita sin reservas cada mañana.