Yo
era un mengajo de niña cuando empecé a usar zapatos de tacón. Me gustaba el claqueteo
del roce del alza contra el ladrillo rojo brillante del suelo de la
casa. Mi madre decía que eran zapatos de pico de golondrina; a mi me
parecían de piel normal como todos los zapatos, con el talón más
alto y la cara puntiaguda igual que la de un boquerón; pero
normales. Más tarde comprendí que no se refería al material, si no
a la forma aguda de su punta. Por qué no se llamaban de “cara de
boquerón” en lugar de “pico de golondrina” es algo que nunca supe.
Me encantaba meter mis pies menudos, en aquellos
enormes zapatos que brillaban como espejos. Para
mi eran zapatos mágicos, como las botas de siete leguas del gigante de
pulgarcito; pero en lugar de llevarte lejos, te hacían crecer. Al llevarlos cambiaba mi perspectiva del entorno. No era
igual ver el borde de la mesa, que la superficie y lo que en ella
hubiese; el tapete, las gafas de la abuela, el platito de porcelana china al que siempre iban a parar los botones que se caían de las camisas...
Cuando
di el estirón perdí el apego por ese tipo de calzado. Ahora
nunca los uso; sin embargo, pienso que la costumbre de subirme en
aquellos tacones ha echo de mi una persona más empática con quienes
me rodean. Intento ponerme en su lugar, calzarme sus zapatos y como
entonces, ver qué hay por encima del borde.
* * * * * * * * * *
En la zapateria de Gastón teneis muchos modelos a elegir. http://www.gastondavale.com/2012/06/este-jueves-un-relato-en-los-zapatos.html
Se
me murió el ordenador el martes pasado y hasta hoy no he estado
operativa. (Parece que el diablo se aburre, no sé)
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